David Cifuentes. Mito
y Filosofía
Mucho
se ha hablado -y se hablará- de la tragedia griega clásica. Seguramente una de
las obras de creación artística que más literatura secundaria ha provocado a lo
largo de los siglos. Aunque, a primera vista, pudiera sorprender que
-tratándose de un género con apenas cincuenta años de esplendor, tan sólo tres
autores de reconocida importancia y poco más de treinta obras conservadas- haya
ocupado un lugar tan preeminente en la historia del pensamiento occidental.
Por supuesto,
la tragedia griega cuenta con numerosos argumentos a su favor para ocupar ese
lugar de excepción en nuestra historia cultural. Su lugar y su fecha de
nacimiento son dos de ellos: la
Grecia clásica -cuna de nuestra civilización; fuente de
nuestro contemporáneo modelo de pensamiento- y el siglo de máximo apogeo de una
cultura artística que dejaría resonar sus ecos hasta nuestros días, y,
traspasando sus fronteras -aun mucho después de desaparecidos sus artífices-,
daría origen a la cultura dominante en nuestras sociedades actuales.
Si bien
estos dos datos pueden parecer suficientes para otorgar a la tragedia el
merecido lugar que ocupa en nuestra cultura occidental, existe un tercer dato
que me parece aún más significativo.
Opino
que la tragedia apareció en un momento histórico de paso entre dos modelos de
pensamiento. La Grecia
de antes de la tragedia es una sociedad agraria, cuyo modelo de pensamiento
hunde sus raíces en lo mítico. La de después de la tragedia será la Grecia de la polis y el pensamiento filosófico. Pero
sobre todo, y de manera mucho más significativa, la tragedia fue testigo de
excepción del momento en que un modelo de pensamiento “racional” usurpaba el
lugar que, hasta entonces, había ocupado otro modelo de pensamiento -llamémosle
“irracional”, si se quiere- en el inconsciente colectivo de una sociedad.
Desde
esta perspectiva, trataré de plantear aquí un acercamiento a la tragedia griega
como lugar desde el que intentar entender -a otra luz, espero- lo que
escolarmente conocemos como “paso del mythos
al logos”. En este sentido, la
tragedia podría servirnos como paradigma de un momento en la historia que es a
la vez eslabón y lugar de cisura entre dos modelos de pensamiento, entre dos
formas de vida que hoy entendemos como antagónicas.
Pero
antes quisiera advertir que, en mi opinión, la Grecia de la racionalidad y
el pensamiento científico y filosófico -de la cual somos herederos culturales-
bebió en las fuentes de una civilización y un modelo de pensamiento del cual
hoy -huelga decirlo- ya no podemos sentirnos herederos: me refiero a esa
irracionalidad que todavía demasiados pensadores le suponen a la civilización y
al pensamiento míticos.
Utilizaré
como herramienta de referencia para esta reinterpretación uno de los textos
clásicos en los que la filosofía reflexiona acerca de la tragedia: la Poética
de Aristóteles. Sin detenerme en la más famosa definición de “tragedia”
propuesta por Aristóteles [1]
-que, por otra parte, ya ha hecho correr suficientes ríos de tinta-, me
interesa tratar aquí la manera como divide los elementos que componen la
tragedia, la definición que da de cada uno de ellos y el lugar -en orden de
importancia- en que los coloca, en este tipo de arte poética.
Los elementos de la tragedia según Aristóteles
En el
mencionado texto, y tras definir qué es la tragedia, Aristóteles pasa a
examinar cada uno de los elementos que la componen [2].
Estos elementos son seis: el espectáculo
(ópsis), la música (melopiía), la palabra (léxis) el carácter (éthos), el pensamiento (diánoia) y el
relato (mythos).
De
estos seis elementos sólo trataré aquí los cuatro últimos, puesto que el propio
Aristóteles, cuando valora la importancia de cada uno de ellos en la
representación trágica, coloca a los dos primeros en último lugar: de la melodía dice que no es más que un
adorno [3]
y del espectáculo llega a afirmar
que es completamente ajeno al arte poética [4].
Quedan así cuatro elementos, todos ellos imprescindibles para la composición de
la tragedia. Veamos ahora cómo define cada uno de ellos.
En
primer lugar separa los elementos en dos categorías:
· acciones; entre las que están el mythos (relato) el éthos (carácter) y la diánoia (pensamiento), y
· medios; en este caso la léxis (palabra).
A
continuación define cada uno de los elementos de la siguiente manera:
· relato:
de él dice que constituye por sí mismo la imitación y que es el alma de la
tragedia [5]
(ya que según su propia definición la
tragedia es “imitación de acciones” [6]
y, precisamente por eso, a la composición de acontecimientos se la llama mythos) [7].
· carácter:
lo define como la cualidad que determina la manera de actuar de los personajes [8].
· pensamiento:
es la acción que consiste en “saber expresar los argumentos pertinentes, las
causas que mueven las acciones” y, también, “lo que es o no es una cosa” [9].
· palabra
(o, si se prefiere, lenguaje): de ella afirma Aristóteles que se trata de una
forma de comunicar por medio de
vocablos; éste es el medio en que se expresa la tragedia [10] -y en seguida nos advertirá que este medio esta supeditado a la acción del
pensamiento.
Propone
luego la siguiente gradación en cuanto a la importancia de estos elementos en
la representación trágica:
· primero, el relato:
“el alma de la tragedia”.
· segundo, el carácter: matizando que, junto al relato, ambos conforman la imagen
de la imitación de acciones que es la tragedia; pues es
a través de
las acciones de unos personajes
-que obran movidos por su éthos- como
se produce la composición de acontecimientos que es el mythos.
· tercero, el pensamiento: que es a la vez causa y explicación de las acciones, y que podría definirse también como la
“potencia” (dínamis) del “intelecto”
(nous).
· cuarto, la palabra: el medio
de expresión del pensamiento.
Podríamos
ordenar ahora estos cuatro elementos que componen la tragedia en dos binomios:
· relato
y carácter -las acciones de personajes y acontecimientos- y
· pensamiento
y palabra -la acción y el medio de
expresión del intelecto.
O,
visto de otra manera:
· mythos
y éthos: dos elementos que apuntan a
lo que sucede -al acontecer y a la praxis de lo “real”- y
· diánia
y léxis: dos elementos que apuntan a
la explicación -a la “inactividad” teórica.
Dinámica de los elementos en la composición trágica
Observemos
cómo pudieron conjugarse estos cuatro elementos en la composición trágica. En
principio, se debe denotar que en tanto “imitación de acciones” la
representación trágica haría suponer un acontecer anterior -un “lo que hay”- al
que ésta se remitiría escenificándolo. Se trata en este caso del mismo
“acontecer” que ya había relatado el pensamiento mítico con su peculiar género
narrativo, pues no es un secreto para nadie que la tragedia griega encuentra
sus materiales en los mitos.
Este
acontecer se imitará mediante el relato
de las acciones de unos personajes a los que mueve, y define, su carácter. A continuación, la acción del intelecto (dínami tu nu) tratará de explicar las
razones de aquello que mueve el acontecer del relato: es decir, del carácter
de los personajes. El medio para conseguirlo será el lenguaje, a través de la palabra que deberá dilucidar “qué es y
no es cada cosa”. Es decir, la teoría tratará de dar cuenta de la praxis (práctica, conducta), pero
quedará subyugada a ésta por una relación temporal de anterioridad-posterioridad
que se diría ineludible.
Veamos
un caso práctico, ejemplo de este mecanismo de combinación de acciones
práctico-teóricas y medios. Para lo que aquí pretendo mostrar serán suficientes
los pocos fragmentos que conservamos de la tragedia Los cretenses, de Eurípides [11].
Esta
tragedia es una “recreación” del mito del Minotauro [12].
Cuenta el mito que Minos ofendió a Poseidón al no sacrificar un toro que el
dios había enviado a Creta -a petición de Minos- para demostrar que aquél era
el elegido por el dios para reinar en la isla. A causa de esta ofensa, Poseidón
se vengó de Minos en la persona de su mujer, Pasifae. Provocó en ella un tipo
de enajenación (hybris venérea) que
la llevaría a yacer con aquel animal, engendrando de él un hijo. De esta relación
carnal nacería el Minotauro, mitad hombre, mitad toro, que sería encerrado en
el Laberinto construido en Creta por Dédalo. Creo que el mito es sobradamente
conocido como para no tener que extenderse aquí más en su relato y posible
interpretación.
Me
interesa de esta tragedia un fragmento en el que Pasifae se presenta ante
Minos, para explicar los motivos que la llevaron a actuar de aquel modo. En ese
momento podemos decir que la tragedia, tras habernos relatado los
acontecimientos y mostrado la actuación de los personajes, trata de reflexionar
acerca de las causas que han provocado dichas acciones. Es decir, tras poner en
juego los elementos relato y carácter, ahora les toca el turno a los
otros dos elementos: pensamiento y palabra.
Cuando
Minos exige a Pasifae que explique qué la llevó a actuar de aquel modo, a
cometer una acción que iba a acarrear fatales consecuencias [13],
ésta responde que la movió a ello “una locura inducida por Poseidón” [14].
Acto seguido, Pasifae se declarará inocente, ya que no había actuado movida por
su propia voluntad. O, dicho de otra forma, su carácter no había actuado inducido por la acción de su intelecto,
sino movido por una fuerza externa mucho más poderosa que ella -un dios, en
este caso-, a la que no podía sustraerse. Además, acusa a Minos de ser el
culpable de aquella desgracia, afirmando que “el daimon de este hombre (Minos)” [15]
fue el que la colmó de desgracias, al ofender al dios no sacrificando el toro
como había prometido.
Parece
que aquí la acción del intelecto ha encontrado una palabra para explicar la acción del personaje (la fuerza que mueve
su carácter). Pero ¿hacia dónde
podría apuntar esta explicación de que es el daimon lo que mueve el ethos?
Lo primero que resuena aquí es la máxima heraclítea según la cual “el carácter
del hombre es su daimon” [16].
Tratemos de definir un poco más este daimon,
causa de la acción de Minos.
Hacia una deficición del éthos
trágico
Me
parece significativo que el término daimon
aparezca también en Platón, cuando éste trata de explicar de dónde procede la
“sabiduría” de su maestro Sócrates. La “sabiduría” de Sócrates parecía ser algo
inducido por su daimon [17],
una fuerza que se le imponía, sin que su intelecto o su voluntad pudieran hacer
nada por provocarlo o evitarlo; tan sólo podía aceptarlo y dejarse guiar por
él. Se trataba, en este caso, de un daimon
que inducía a realizar “acciones elevadas” -parafraseando la definición
aristotélica de tragedia. Pero ¿qué decir del daimon que induce a actuar contraviniendo el orden establecido
-como en el caso de Minos-, ofendiendo a los dioses?
En
otros textos Platón habla del “carácter humano” y de cómo empezó a dominar
entre los habitantes de la mítica Atlántida [18],
quienes hasta entonces habían vivido según los designios divinos en una especie
de edad áurea. Cuando trata de explicar las causas que llevaron a los dioses a
destruir la Atlántida,
como castigo a las ofensas de los atlantes -quienes habían actuado dejándose
llevar por su carácter humano [19]-,
apunta a uno de los conceptos clave de la tragedia: la hybris. Afirma que, cuando el principio divino que regía en los
atlantes empezó a disminuir, y dominó en ellos el carácter humano, éstos
cayeron en la hybris -ese “primer mal
que la divinidad envía a los hombres, cuando quiere destruirlos” [20]-.
Esta hybris les hizo tratar de
acometer una acción del todo injusta y desmedida: destruir en un único ataque
Grecia y Egipto. Este acto atrajo sobre ellos el castigo divino y su
consiguiente destrucción.
Sin
detenerme a ofrecer un desarrollo argumental que ya he planteado en otro lugar
-donde investigué la evolución del concepto hybris
y sus posibles orígenes míticos [21]-,
y habida cuenta que el término hybris
está casi siempre presente al definir las acciones de los héroes trágicos,
¿podría concluirse que fue precisamente la hybris
la causa de la acción de Minos?
De hybris califica la tragedia la acción
desmedida de casi todos sus héroes. Ese actuar movido por un impulso
irrefrenable que no pueden controlar, ese querer ir más allá de sus límites,
esa forma de acometer hazañas que el común de los mortales ni siquiera podría
imaginar, es un acto de hybris. La hybris
parece ser el motor de la acción trágica, y en ello parece consistir,
precisamente, el éthos heroico.
Si
cerramos aquí el círculo de este engranaje, en el que se combinan los cuatro
elementos que componen la tragedia, observaremos cómo el pensamiento se ha puesto en acción acuñando un concepto (una palabra) -por medio del lenguaje-, tratando de dar explicación
a la acción de los personajes (es decir, definiendo aquello que mueve su carácter) para sacar a la luz las
causas del acontecer del relato.
En este
caso se acuña el término hybris. Un
concepto que definiría también el carácter de Prometeo, de Jerjes, de los
pretendientes de Penélope, y de casi todos los héroes trágicos, así como de
buena parte de los personajes de la mitología griega. Una palabra con la que
definir las causas de esas acciones desmesuradas que jalonan la mayoría de los
relatos míticos. Un concepto que -si bien se podría afirmar fue acuñado por la
tragedia o por el modelo de pensamiento que en aquel momento empezaba a nacer-
podía estar presente ya, como idea, en los relatos míticos.
No
parece que se haya llegado mucho más lejos -en la “explicación” que la tragedia
podía ofrecer de los mitos- de donde se estaba ya en el propio mito. También en
el relato mítico se podría afirmar que es la hybris lo que lleva a actuar a Minos como lo hace, que la hybris es la “esencia” de su carácter.
La diferencia entre el mito y la tragedia reside en que, en el primero, esa hybris no necesita siquiera ser nombrada
para estar presente.
La
tragedia, poniendo en marcha la acción del intelecto -o, más concretamente,
“una manera de pensar”-, define este impulso mediante una palabra. La tragedia nombra aquello que el mito mostraba. Pero, con
sólo nombrarlo, no está ofreciendo ninguna “nueva” explicación; no nos dice
“qué es y qué no es” esa cosa llamada hybris.
Nombrar con un término un impulso que mueve las acciones no parece que sea dar
razón de sus causas. Es más, decir que el carácter
actúa del modo que lo hace porque se deja llevar por la hybris, es tanto como afirmar que sus acciones están provocadas por
fuerzas ocultas e inexplicables, de las que nada podemos comprender. Es
señalar, de otra manera, lo que ya había mostrado el mito: que el acontecer de
lo que hay -y los impulsos que mueven las acciones que conforman todo
acontecimiento- está movido por “leyes” que a nosotros se nos escapan, que no
podemos explicar ni entender. Es confirmar que en el fondo oculto de la vida
anida lo impensable, lo imprevisible, lo que escapa a la voluntad humana. Para
ir “más allá” en las explicaciones de lo que hay, la filosofía aprendería en
seguida que lo primero que debía hacer era no cuestionarse las “razones del
mito”; ignorar la “explicación” mítica.
De la tan añorada “sabiduría mítica”
Afirma
J.-P. Vernant [22]
que lo que dice el mito no puede decirse de otro modo. Acaso por eso la
tragedia no podía decir nada más de lo que ya había dicho el mito. Cuando la
filosofía trate de “decir algo más” comenzará cambiando de tema. Dejará fuera
de su ámbito los relatos míticos, esa “sabiduría” arcaica que a los primeros
filósofos les sonaba a “cuentos de vieja”. El propio Platón, quien iba a acuñar
el término que definiría el nuevo modelo de pensamiento, sería un buen ejemplo
de ese “olvido del mito” que impregnará toda la historia del pensamiento
occidental.
Pero,
aunque la tragedia no llegase a añadir nada nuevo, marcó un momento de paso
decisivo en la historia de nuestra civilización al colocar, uno junto a otro,
dos modelos de pensamiento que a partir de entonces se verían como
antagónicos.
Por
supuesto, no pretendo afirmar aquí que la tragedia fuese realmente el puente
por el que pasamos del pensamiento mítico al pensamiento filosófico. Acaso la
tragedia no fue más que una obra de creación artística que tuvo el privilegio
de aparecer en ese momento decisivo: nació con la muerte del mito y murió con
el nacimiento de la filosofía. Es en ese contexto, y por lo que encierra en sí
de ambos modelos de pensamiento, donde la tragedia puede ser entendida como
paradigma o modelo del “paso del mythos al logos”. Como metáfora para entender de
que manera -a partir de cierta “revisión racionalizadora” del pensamiento
mítico- se pudo tender un puente que nos trajese hasta donde hoy nos
encontramos [23].
Pero
una vez hubimos cruzado ese abismo de lo “innombrable” que se abría más allá
del relato mítico -en lo que éste no podía “explicar”- el puente se hundió.
Acaso por la imposibilidad de pensar lo impensable, de enfrentarse cara a cara
con el enigma sin perder la vida. Y al hundirse también mostró que la grieta
entre pensamiento y vida -desde que pusimos el acento en el primer término- era
ya una sima insondable, como la distancia que a partir de entonces se iba a
abrir para la filosofía entre la pregunta y la respuesta.
La
tragedia parece poner en pie de igualdad esos cuatro elementos que componen no
sólo el relato mítico o el filosófico, sino cualquier tipo de relato. Cuatro
elementos que cada uno de los dos modelos de pensamiento colocó en un orden de
prioridades, a la hora de combinarlos en sus respectivos relatos.
Mito y filosofía: el saber de los relatos
Mythos y éthos
pueden verse como los dos elementos principales del relato mítico. El mito nos
cuenta lo que sucede, narra las acciones que los personajes llevan a cabo para
mover el orden de los acontecimientos. El mito habla de lo real y lo posible.
Pero lo posible no es sólo lo pensable,
sino tanto lo imaginable como lo inimaginable. Para el pensamiento mítico son
posibles lo uno y su contrario. La contradicción está perfectamente asumida en
el pensamiento mítico; hasta el punto que, a veces, se diría incluso que es
el motor
de los acontecimientos. En el
relato mítico -como en la vida- lo imprevisible, lo impensable, lo
inesperado, está siempre dispuesto a asaltarnos.
También
utiliza el mito los otros dos elementos: diánoia
y léxis. En tanto que relato, su medio de expresión es la palabra; y, por supuesto, es la acción
del pensamiento la que crea y recrea
dichos relatos. Sin embargo, no pone el acento en estos dos últimos elementos,
sino que los utiliza sólo como una forma de expresar lo que acontece. Tomando
una metáfora pictórica usada por Aristóteles [24],
palabras y pensamiento son -en el relato mítico- los colores y los pinceles con
los que crear la imagen de lo que se representa.
La
filosofía, por su parte, pondrá el acento en estos dos últimos elementos. Diánoia y léxis serán los dos pilares sobre los que se construya el modelo
de pensamiento filosófico. La acción del pensamiento
-la pura reflexión- y el medio en el que ésta se expresa -la palabra- van a construir todo el
entramado de esta nueva forma de ver y explicar el mundo. La reflexión
filosófica parte de las palabras -los conceptos, las proposiciones del
lenguaje-, y a partir de ellas trata de explicar las razones y las causas de lo
que acontece, y de las acciones que mueven el acontecer -aunque con ello no
haga más que crear un nuevo tipo de relato.
La
tragedia, en tanto que paradigma del paso de un modelo de pensamiento a otro
-como un gozne que une y separa a la vez-, conjuga en un efímero e insostenible
instante esos dos pares de elementos, como si tratase de armonizar esos dos modelos
de pensamiento. Por una parte, da cuenta de que algo pasa, relata las acciones
que son la urdimbre de los acontecimientos, narra el devenir con argumentos
míticos; por otra, intenta hallar alguna explicación a lo que pasa, mediante el
lenguaje y la acción del pensamiento, trata de comprender qué mueve el
acontecer y los destinos humanos. En mi opinión, el momento en el que apareció
la tragedia griega, fue como ese instante en que el péndulo parece inmóvil
-cuando se halla justo en el centro- antes de seguir desplazándose hacia el
extremo opuesto. Ese momento que da cuenta tanto del camino recorrido hasta
entonces como de la dirección del camino a seguir.
En los
escasos cincuenta años que separan a Esquilo de Eurípides, pasamos de una
tragedia, que es casi una narración mítica puesta en boca de un personaje en
escena, a otra en la que los personajes intentan ser dueños de sus propios
destinos, mover los acontecimientos con la acción de su intelecto.
Pero
ese intento es vano, y en toda la tragedia lo inimaginable, lo impensable,
aquello de lo que el intelecto no puede dar razón, nos asalta una y otra vez.
Lo inesperado, lo innombrable, mueve la acción del ethos trágico. El elemento daimónico, la hybris, sigue moviendo a los personajes, sigue estando en el fondo
oculto de la vida, haciendo que el carácter actúe. Puesta en marcha por su daimon, la hybris del personaje trágico señala que las causas de su actuación
están más allá de lo que el pensamiento puede percibir y comprender. Las
razones del mito escapan a las redes del logos;
el lenguaje demuestra ser una red demasiado gruesa para aprehender las
sutilezas que mueven el devenir. Lo trágico apunta hacia ese frustrado intento,
en el que el pensamiento pretendió hacerse cargo de la vida.
A
partir de la muerte de la tragedia, se abre para el pensamiento occidental un
abismo entre acción y reflexión. Ese abismo que separa el mythos y el logos. La
cisura entre lo que hay y lo que pretende dar explicación de lo que hay. La
muerte de la tragedia muestra la grieta que existe entre pensamiento y vida.
La filosofía o el relato de un desengaño
El
pensamiento mítico ponía el acento en un mostrar y relatar “lo que hay”, en un
representar el acontecer y el carácter de lo que actúa. El pensamiento mítico
era un nous (de la acción noeo, “ver, observar, percibir”) abierto
a percibir “lo que hay”. Poco importaba el grado de “realidad” o el valor de
verdad del relato, ya que, para el pensamiento mítico -acaso mucho más cerca de
la oculta fuente de la vida-, todo lo imaginable era posible. La palabra era un
medio para expresar, para relatar lo que se había “visto”, lo que se había
percibido. O lo que el pensamiento mítico “creía” percibir, que, para el caso,
era lo mismo.
Para el
pensamiento mítico la acción no necesitaba ser explicada. Bastaba con “saber”
ver que los destinos humanos están movidos por impulsos innombrables, que lo
que acontece hunde sus raíces en lo que no se puede conocer. El mito “sabía”
que el mundo hace de velo a sí mismo, y que no se puede conocer su oculto
trasfondo porque, precisamente, “lo que hay” es lo que se ve. El pensamiento
mítico parecía haber comprendido que nuestro efímero intelecto no puede atrapar
la eternidad del devenir, y no se dejó insuflar vanas esperanzas de hallar
explicación alguna a cuanto existe.
La
tragedia empezaría a poner nombres a algunas de las fuerzas que mueven el
devenir. Después, con los conceptos en la mano, la filosofía acabaría por dar
la vuelta a la escala de importancia de esos cuatro elementos que componen la
tragedia -y cualquier relato-, colocando pensamiento
y palabra en el lugar de
preeminencia (el pincel y los colores con los que representar), y dejando en
segundo plano el relato y los caracteres. Para la filosofía cualquier
cosa que pudiese existir debía poder ser explicada por el pensamiento, y, por
lo tanto, lo inexplicable sencillamente no podía existir.
El
pensamiento filosófico elevará el lenguaje y los conceptos a la categoría de
verdad. Hará de las proposiciones del lenguaje la única explicación válida de
lo que acontece. Encontrará las “leyes” de lo que hay en la pura y abstracta
reflexión teórica, en el resultado de la sola acción del intelecto. Para ello,
dejará de lado los relatos míticos, de los cuales ninguna verdad podía
extraerse, y creará un entramado intelectual en el cual deberá caber cualquier
acción que pueda existir. Dejará fuera lo imprevisto, por impensable, lo que no
se ajuste a sus leyes, cerrando los ojos al misterio de lo que está oculto.
Pero el
hecho de que estemos ya instalados en este modelo de pensamiento filosófico no
significa que se haya cerrado la grieta que mostraba la tragedia. Muy al
contrario, la grieta que se abre entre pensamiento y vida se hace cada vez más
palpable conforme se avanza por el camino de la filosofía. Porque ahora, la
filosofía, además de mostrar el abismo que se abre entre mythos y logos, señala la
imposibilidad de dar un paso atrás, de recuperar la “sabiduría” mítica.
El
pensamiento mítico mostró que del oculto flujo de la vida sólo se podía saber
que no se puede saber nada; que el enigma del existir sería siempre una
pregunta sin respuesta. La filosofía nace cuando se pretende que se pueden
contestar todas las preguntas. Y en esa pretensión, poco a poco, empezará a
preocuparse sólo por las respuestas.
Antes
de que hubiésemos dado este “paso adelante” en el pensar, lo enigmático no
podía mostrarse como un abismo, ya que ni respuestas, ni explicaciones, ni
verdades tenían aún valor alguno. No se habían inventado tales conceptos porque
no se había planteado aún su necesidad. Mostrar lo inexplicable era acaso el
principal sentido del relato mítico. Una vez instalados en nuestro modelo de
pensamiento racional se mostrará el hueco que se abre cuando el pensamiento
trata de “explicar” lo impensable.
Entonces,
al mirar atrás, se siente que se ha dejado algo en el camino, que se ha
olvidado algo: acaso esa sabiduría añorada por Platón. Desde aquí podemos
observar el mito como el lugar en el que se afirmaba la imposibilidad de
comprender lo inefable; y seguiremos releyendo los mitos tratando de imaginar
qué saber oculto se escondía en ellos.
La
grieta que se abre hoy entre mythos y
logos es el abismo al que va a parar
todo aquello que el pensamiento no puede aprehender. Cuando lo impensable se
hace real, cuando lo posible supera a lo pensable -y nos deja sin asideros para
explicarnos lo que nos pasa, para habitar cómodamente nuestro existir como
humanos-, esa grieta muestra sus tintes trágicos. Lo trágico nos empuja al
abismo que se abre entre pensamiento y vida. Lo trágico nos coloca ante esa
incomodidad de habitar lo impensable. Lo trágico nos recuerda que “conocer es
menos real que vivir” [25],
que “conocer es perder algo del manantial de la vida” [26].
Desde
el pensamiento filosófico, la grieta que nos separa del mito señala también el
momento en que el pensamiento empezó a perder la memoria de lo que sabía, en su
afán por ir más allá. Ese momento en el que, empujado por su hybris, el pensamiento trató de
descubrir el velo del mundo. Y, al levantar el velo, descubrió que tras él sólo
se escondía el propio mundo.
Transcurridos
casi veinticinco siglos desde que nos instalamos en este nuevo modelo de
pensamiento, la filosofía contemporánea parece empezar a entender, al fin, que
tras el velo del mundo no existen “esencias” ni “ideas” ni “verdades”; que lo
que hay no es más que el devenir de lo que existe. Ese sinsentido del enigma
sin respuesta. Esa contradicción del pensamiento que consiste en ser capaz de
plantearse preguntas a las que nunca podrá contestar. Y acaso, algún día, la
filosofía logrará dar “otro paso más”, y empezará a comprender que lo que el
pensamiento olvidó, aquella añorada sabiduría, tal vez no fuera más que un
invento de filósofos. ¿Asumiremos entonces el desengaño de saber que la “sabiduría”
no era más que otro engaño?