George Steiner. El último jardín
Al principio de Tristes trópicos, su famosa autobiografía filosófica, Claude Léví-Strauss, el antropólogo francés, habla de la decisiva influencia de Marx y Freud en su vocación y en sus métodos. Lévi-Strauss nos dice que ve en el marxismo y en el psicoanálisis dos modos de comprensión radical y de reconstitución que compara con los empleados en geología.
El análisis marxista de la sociedad francesa y de los conflictos sociales y de clases, tal como está presentado en el libro de Marx El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, y en el correspondiente estudio freudiano, son penetraciones análogas más allá de la apariencia, más allá de la superficie del fenómeno.
Corno el geólogo, el pensador social marxista y el analista freudiano dejan al descubierto los niveles dinámicos de tensión, la sedimentación, que determinan el contorno del paisaje. Además ambos sistemas de explicación, también como los del geólogo, avanzan en profundidad tanto estructural como históricamente; su cartografía de los estratos psíquicos o sociales constituye una historia. Nos dicen cómo se formó este trozo de tierra: ¿Por qué las montañas y los valles? ¿Cómo llegaron los ríos a excavar su lecho? Nos dicen cómo han evolucionado las características superficiales -instituciones sociales, conducta, modelos de discurso-, y cómo son el necesario producto final de un largo proceso en el tiempo.
Con un alto grado de autoconciencia y con una confianza que es en ocasiones impresionante, Lévi-Strauss nos dice que quiere completar y, por inferencia clara, corregir y mejorar, los trabajos de Marx y Freud. Es este explícito proyecto combinatorio el que suscribe las pretensiones de totalidad que se encuentran en su uso de la palabra «antropología». Como ningún otro "antropólogo" antes de él, con la posible excepción de Rousseau, Claude Lévi-Strauss emplea esta palabra en su sentido etimológico completo: la antropología, adecuadamente comprendida, es nada menos que la exhaustiva «ciencia del hombre»: la science de 1'homme. En este término debemos percibir el juego completo de valores y connotaciones asociados a la raíz griega lógos -que como todos sabemos es esa palabra difícil, que oscila desde «espíritu» y «palabra ordenadora» hasta «lógica» y, tal vez, «misterio encarnado», según la forma en que se emplea en el cuarto Evangelio-. Un antropólogo, si no quiere ser un mero etnógrafo o coleccionista de exotismos, debe ser, dice Lévi-Strauss, nada menos que un "científico del hombre", cuyo modelo comprensivo de la naturaleza de la vida humana tenga como preliminares la investigación marxista de las fuerzas sociales y la cartografía freudiana de la conciencia. Es una pretensión majestuosa; pero sólo si tenemos esto presente con claridad, podemos comprender el alcance y el impulso unificador de la gran empresa de Lévi-Strauss.
A la hora de tratar de decir algo adecuado con respecto a esa empresa, mi incapacidad es completamente obvia. La estructura de estas charlas nos permite sólo un tiempo limitado. Mucho material es técnico y sólo podría ser discutido por los profesionales colegas de Lévi-Strauss. Además, en los puntos clave los textos son escurridizos y hay un cierto grado de retórica orquestal, inseparable del gran genio de Lévi-Strauss como escritor. Pero para cualquiera que esté interesado por los postulados y cualidades de las grandes mitologías que han tratado de llenar el vacío dejado por la religión, la obra de Lévi-Strauss es de un interés cardinal. En efecto, en este aspecto, Lévi-Strauss es un creador de mitos, un mitógrafo, un inventor de leyendas, para el que la noción de una mitología total, completa, es absolutamente fundamental.
Si el tiempo me lo permitiera, desearía esbozar el trasfondo de esta condición fundamental. Un precedente muy distante es el pensador italiano Vico, de finales del siglo XVII y principios del XVIII, cuya Ciencia nueva fue la primera en decir que los mitos, las historias de la Antigüedad griega, las fábulas, tenían un núcleo vital de historia psicológica y social. Otros modelos más cercanos se encuentran en Michelet, Victor Hugo y Wagner. La leyenda de los siglos de Hugo, El crepúsculo de los dioses de Wagner, tiene su equivalente muy preciso en El pensamiento salvaje y Mitológicas de Lévi-Strauss. Incluso el estilo de la prosa de Lévi-Strauss tiene esa textura orquestal tan evocadora de la literatura épica del siglo XIX. Pero esto sería un tema en sí mismo por derecho propio.
Para Claude Lévi-Strauss los mitos son, sencillamente, los instrumentos de la supervivencia del hombre como especie pensante y social. Es a través de los mitos como el hombre comprende el sentido del mundo, como lo experimenta de una forma coherente, como afronta su presencia irremediablemente contradictoria, dividida, ajena. El hombre se encuentra enredado en contradicciones primarias entre ser y no ser, masculino y femenino, joven y viejo, luz y oscuridad, comestible y tóxico, móvil e inerte. No puede, dice Lévi-Strauss, resolver estas formidables antítesis enfrentadas mediante procesos puramente racionales. En los dos polos del tiempo concebible se encuentra enfrentado primero con el misterio de sus orígenes y luego con el misterio de su extinción. El caos coexiste con simetrías aparentemente exquisitas. Sólo los mitos pueden articular esas antinomias universales, encontrar explicaciones metafóricas para la escindida situación del hombre en la naturaleza. El hombre es, en la visión de Lévi-Strauss, un primate mitopoético (es una expresión difícil, pero no tenemos otra mejor), un primate capaz de elaborar y crear mitos, y a través de éstos soportar el contradictorio e insoluble curso de su destino. Sólo él puede construir, modular y dar adhesión emocional a lo mito-lógico (un guión necesario), lo mítico y lo lógico, lo lógico en el interior del mito.
Hay una parábola hasídica que nos cuenta que Dios creó al hombre para que éste pudiera contar historias. Esta narración de historias es, según Lévi-Strauss, la condición misma de nuestro ser. La alternativa sería la inercia total o el eclipse de la razón. La capacidad mediadora, ordenadora de los mitos, su habilidad para «codificar» -otro término de Lévi-Strauss-, para dar expresión coherente a la realidad, indica un profundo acuerdo armónico entre la lógica interna del cerebro y la estructura del mundo externo. «Cuando la mente procesa los datos empíricos que recibe previamente procesados por los órganos de los sentidos, continúa elaborando estructuralmente lo que al principio era ya estructural. Y sólo puede hacerlo en la medida en que la mente, el cuerpo al que la mente pertenece, y las cosas que cuerpo y mente perciben, son parte integrante de una única realidad.» Los códigos por los que estas percepciones son transmitidas y comprendidas son, propone Leví-Strauss, binarios. Ésta es también una palabra técnica, pero no nos resulta difícil de comprender. Da a entender que todo lo que importa viene en conjuntos de dos. De esta manera tenemos las relaciones e interacciones de lo que él llama «los grandes emparejamientos». Por ejemplo, afirmacion y negación, lo que realmente significa, en lenguaje llano, sí y no, orgánico e inorgánico, izquierda y derecha, antes y después. Lévi-Strauss propone que las simetrías del sistema nervioso y la arquitectura hemisférica de las dos mitades de nuestro cerebro parecen ser un reflejo activo de esta estructura binaria de la realidad.
De todas las polaridades fundamentales que estructuran el destino y la ciencia del hombre, la más importante, según Lévi-Strauss, es la de Naturaleza y Cultura (él escribe habitualmente estas dos palabras con mayúscula). En lo más profundo de su ser y de su historia, el hombre es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturalmente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre. Pero el conjunto binario, Naturaleza-Cultura, señala también una ambigüedad esencial, incluso una tragedia, en la génesis de la conciencia humana.
En las dos charlas anteriores hemos visto que tanto Marx como Freud hacen derivar de la religión y la teología sistemática la inferencia del pecado original, de una caída del hombre, aunque ninguna mitología es en realidad totalmente explícita en cuanto a la ocasión de este desastre. Lévi-Strauss es explícito. Necesaria como era, impresa como debía haber estado en el código genético y en el potencial evolutivo de la especie humana, nuestra transición de un estado natural a un estado cultural fue también un paso destructivo, y un paso que ha dejado cicatrices sobre la psique humana y sobre el mundo orgánico.
Lévi-Strauss clarifica su significado mediante la referencia a dos mitos, y sin duda es profundamente revelador o inquietante para nosotros que los dos mitos que Lévi-Strauss escoge sean precisamente los que Marx y Freud habían elegido como sus respectivos emblemas principales. Recuérdese que, para Marx, Prometeo fue el símbolo de la inteligencia revolucionaria, de la rebelión del intelecto contra la ignorancia y la tiranía arbitraria. Freud ilumina las connotaciones eróticas del tema. Habla del éxtasis del fuego en la caña fálica hueca, del simbolismo sexual del ave devoradora, y de la renovación diaria de la potencia de Prometeo. La lectura de Lévi-Strauss es totalmente diferente. La apropiación prometeica del fuego para las necesidades y deseos humanos codifica el paso catastrófico por el que el hombre adquirió control sobre los factores principales de su marco biológico. Habiendo robado el fuego, el hombre puede ahora tener luz durante las horas de oscuridad; habiendo cazado a su presa, puede ahora conservar la carne mediante el fuego, ya sea ahurnada o cocinada, y no necesita comérsela en el lugar en que la caza; con el fuego de Prometeo puede calentar su habitación y superar las constricciones del invierno. El control del fuego es la premisa del progreso sociocultural, sin duda. Pero éste se ha alcanzado, dice Lévi-Strauss, a un precio considerable. Al poseer un hogar y el arte de cocinar, el hombre rompió con el mundo animal, con las inmediatas relaciones compartidas entre consumidor y alimento. Al haber alterado las polaridades binarias de luz y oscuridad, calor y frío, noche y día, el hombre se encuentra en una relación no natural de poder con su entorno y con sus propios orígenes animales. Esta ambigüedad está simbolizada en la condición medio humana, medio divina, de Prometeo. El divorcio del orden natural ocasionado por el robo del fuego (y la idea de robo es fundamental en la leyenda) es castigado con el aislamiento de Prometeo y con los ataques del águila contra él.
Volvamos a los grandes mitos que han ocupado a la imaginación humana y cuyos elementos temáticos aparecen en todas las lenguas y grupos étnicos, dice Lévi-Strauss, y encontraremos en sus raíces algún rasgo de la ruptura cultural del hombre con el mundo natural y del profundo malestar que esta ruptura dejó en nuestras almas. Malestar: el término de Freud era Unbehagen, el de Marx alienación. También el mito de Edipo viene al caso, y la glosa de Lévi-Strauss sobre Edipo es una crítica y una corrección no disimulada de su gran rival, Freud. Lévi-Strauss se fija precisamente en aquellos motivos que el desciframiento de Freud desdeña. La respuesta de Edipo al enigma planteado por la Esfinge, recuérdese, era la palabra «hombre». Éste es un aspecto al que Freud no presta ninguna atención. El segundo aspecto que Freud ni siquiera menciona es el hecho de que Edipo cojee. Y son precisamente estas circunstancias las que más llaman la atención a Lévi-Strauss.
Según lo interpreta Lévi-Strauss, tenemos aquí otro mito, otro ordenamiento estructural del ser dividido del hombre. En un tiempo, todos anduvimos o corrimos a gatas. El hombre obligó entonces a su columna vertebral a permanecer erguida. Ahora nos movemos sólo sobre dos miembros, dominamos el paisaje, dominamos a las especies animales. Pero, no menos que el secuestro del fuego, esta singularidad soberana nos ha dejado literalmente desequilibrados. Los homínidos, por decirlo así, entraron cojeando en el estado de humanidad. Así, el tema del incesto en la historia de Edipo no es, como Freud sostendría, una dramatización de la sexualidad infantil reprimida, sino que marca la entrada decisiva en el ser de categorías definidas de parentesco. Edipo asume la carga de la transición de la especie humana desde los acoplamientos indiscriminados, como en tantas especies animales, a las continuidades económicas y generacionales de un código familiar.
La prohibición de ciertos grados de incesto determina, y en realidad define, la identidad del hombre como una conciencia sociohistórica. Es además totalmente inseparable de la evolución del habla humana. Y aquí Lévi-Strauss plantea una de sus inspiradas conjeturas. Afirma que sólo podemos prohibir aquello que nuestro vocabulario y nuestra gramática son lo bastante ricos y precisos para designar. En otras palabras, sólo cuando tenemos una estructura verbal suficientemente rica y palabras suficientes para definir al sobrino cuarto del tío de la madre podemos tener incesto y reglas de parentesco. De modo que la gramática es, en cierto modo, condición necesaria de la ley moral básica. Las reglas de parentesdco son, literalmente, la semántica de la existencia humana. Pero una vez más, la ruptura con la Naturaleza, el avance en la Cultura, ha implicado un extrañamiento respecto del entorno y del animal en nosotros mismos. El lenguaje es la condición necesaria de la excelencia humana, pero el hombre no se puede comunicar con sus parientes animales ni gritar para pedirles ayuda.
Estos ejemplos abreviados, simplificados, deberían al menos indicar algo de la amplitud de la «antropo-logía» -siempre el guión- de Lévi-Strauss y de sus instintos mitopoéticos. Formalmente, su obra clarifica las estructuras de sentido, las reglas de transformación, las relaciones con el ritual y el desarrollo de la narrativa escrita, de unos 800 mitos de los indios americanos. Por medio de esta clarificación Lévi-Strauss trata de establecer los principios de correspondencia que conectan la evolución psicosomática del hombre, la estructura de nuestro cerebro, la naturaleza del lenguaje y el entorno físico. Pero aunque a él le guste definirse simplemente como un estudioso de los mitos, Lévi-Strauss es, en realidad, un creador de mitología, y la comparación con el papel de Frazer en La rama dorada es inevitable y al mismo tiempo, desde el punto de vista del estatus técnico de Lévi-Strauss en este campo, un tanto perturbadora. Si no confundo su significado, Lévi-Strauss se ha estado haciendo eco de una visión profética de carácter apocalíptico tan vengativa, tan persuasiva, como ninguna otra concebida desde el Apocalipsis y el pánico milenarista del siglo X.
Al decir esto, toco superficialmente lo que, desde luego, es un problema muy preocupante. De nuevo surge la pregunta: ¿Nos enfrentamos a un cuerpo de pensamiento sistemático, científico? Al ser un profano, sería totalmente impropio por mi parte hacer algo más que referirme a las diferencias que ahora separan la concepción que tiene Lévi-Strauss de lo que hace un antropólogo, de lo que es su vida y actividad profesional, de la que tienen sus académicos colegas. Para éstos, Lévi-Strauss es una máquina de hilar fantasías efectistas. Él, por el contrario, los ve a ellos como personas tan lamentablemente carentes de imaginación que tienen que ir a sentarse en tiendas de campaña a sabanas o desiertos, y dedicarse a mirar a nativos agonizantes, para enterarse de lo que ya sabían que había allí. Creo que no deberíamos juzgarlo.
Desde nuestro punto de vista, lo que resulta fascinante es seguir en Lévi-Strauss la evolución de una gran explicación posreligiosa, pseudoteológica, del hombre. La cosa es más o menos así. La caída del hombre no erradicó, de un golpe, todos los vestigios del jardín de Edén. Persistieron grandes espacios de naturaleza original y de vida animal. Los viajeros del siglo XVIII sucumbieron a una especie de ilusión premeditada cuando creyeron haber encontrado razas inocentes de hombres en el paraíso de los Mares del Sur o en las grandes selvas del Nuevo Mundo. Pero sus idealizaciones tenían una cierta validez. Al haber existido, como si dijéramos, fuera de la historia, al haberse guiado por usos sociales y mentales de carácter primordial, al estar en íntima relación con plantas y animales, los hombres primitivos encarnaban realmente una condición más natural. Su divorcio cultural de la naturaleza había ocurrido, por supuesto, hacía cientos o miles de años, pero había sido menos drástico que el del hombre blanco: para ser preciso, sus modos culturales, sus rituales, mitos, tabúes, técnicas para conseguir alimentos, estaban calculados para apaciguar a la naturaleza, consolarla, vivir con ella, para hacer menos salvaje y menos dominante la ruptura entre Naturaleza y Cultura.
Al descubrir estas sombras de los restos de Edén, el hombre occidental se propuso destruirlas. Mató a innumerables inocentes, destrozó las selvas, carbonizó la sabana. Luego, su furia devastadora se volvió hacia las especies animales. Una tras otra, fueron acosadas hasta la extinción o la supervivencia ficticia del zoológico. Esta devastación fue con frecuencia deliberada: un resultado directo de la conquista militar, de la explotación económica y de la imposición de tecnologías uniformes sobre las formas indígenas de vida. Millones de seres perecieron o perdieron su herencia y su identidad étnicas. Algunos observadores cifran en veinte millones el número de víctimas sólo en el Congo desde el principio del dominio belga. Numerosas lenguas, cada una de las cuales había codificado una visión única del mundo, fueron aplastadas por el olvido. La garceta y la ballena fueron cazadas hasta llegar casi a la extinción. A menudo también. la destrucción llegó accidentalmente o incluso por benevolencia. Los regalos que el hombre blanco había llevado -regalos médicos, materiales, institucionales- se revelaron fatales para sus receptores. Llegara para conquistar o para convertir, para explotar o para medicar, el hombre occidental llevó consigo la devastación. Poseídos, como si dijéramos, por alguna furia arquetípica a raíz de la expulsión del jardín del Paraíso, por algún torturador recuerdo de aquella desgracia, hemos recorrido la tierra en busca de vestigios de Edén y los hemos asolado dondequiera que los hayamos encontrado.
El análisis de Lévi-Strauss de esta desolación refleja un especial e irónico patetismo. Pues el propio antropólogo ha desempeñado un papel ambiguo en esa labor de destrucción. La idea de viajar a lugares lejanos para estudiar pueblos y culturas extranjeras sólo se da en el hombre occidental; surge del genio predador de los griegos; ningún pueblo primitivo vino nunca a estudiarnos a nosotros. Éste es, por una parte, un impulso desinteresado, intelectualmente inspirado. Es una de nuestras glorias. Pero es, por otra, un aspecto esencial de la explotación. Ninguna comunidad nativa sobrevive intacta después de la visita del antropólogo, por hábil, por modesto, por discreto que pueda ser. La obsesión occidental por la investigación, por el análisis, por la clasificación de todas las formas vivas, es en sí misma un modo de sojuzgamiento, de dominio técnico y psicológico. El pensamiento analítico adulterará o destruirá fatalmente la vitalidad de su objeto. Tristes trópicos de Lévi-Strauss expresa esta melancólica paradoja.
Con los años, la ira visionaria de Lévi-Strauss se ha intensificado. El destrozo de los órdenes vegetal y animal en nombre del progreso tecnológico, la explotación de la mayor parte de la humanidad en beneficio de unos pocos, el escasamente revisado supuesto de la superioridad occidental sobre las comunidades llamadas primitivas, subdesarrolladas, todo esto llena a Lévi-Strauss de una repugnancia despectiva. La barbarie política del siglo XX, fenómenos como el holocausto y la carrera de armamento nuclear, le parecen a Lévi-Strauss, algo más que un mero accidente. Son los correlativos directos del trato asesino hacia la ecología por parte del hombre blanco. Habiendo asolado lo poco que quedaba de Edén (y ésta es la lógica de la metáfora o mito punitivo de Lévi-Strauss), el depredador occidental debe ahora volverse sobre sí mismo.
Sin duda podemos decir "sí", pero ahora somos conscientes de la ruina que hemos ocasionado. Podemos decir que los occidentales más conscientes, y los jóvenes en particular, están tratando de salvar el entorno natural, de rescatar las especies animales, de proteger las islas de naturaleza virgen que toda vía puedan encontrarse. Demasiado tarde, dice Lévi-Strauss, demasiado tarde. Nuestros propios experimentos de salvamento -testimonio de ello son las reservas indias de la Amazonia- llevan consigo nuevos trastornos, nuevas erosiones. Donde los intereses político-económicos están en juego -sea en la industria de la pesca de la ballena, en los oleoductos de Alaska, o en la emancipación de Nueva Guinea-, el cinismo y la destrucción prevalecerán. En consecuencia, dice Lévi-Strauss, estamos condenados. La antropología, la ciencia del hombre, culminará, nos dice, en «entropología». En francés, el juego de palabras es perfecto; las dos palabras se pronuncian del mismo modo: anthropologíe, entropologie. La antropología culminará en la ciencia de la entropía, la ciencia de la extinción. Este rasgo de humor negro lleva a la imagen culminante de la Tierra, sin la humanidad, purificada de la basura de la codicia y la autodestrucción humanas, girando fría y ausente en un espacio vacío, Me gustaría citar todo el pasaje. Está al final del volumen 4 de Mythologiques [Mitológicas] de Lévi-Strauss,
La oposición fundamental, generadora de todas las demás oposiciones que pueblan los mitos y cuyo inventario se ha esquematizado en estos cuatro volúmenes, es la misma que enuncia Hamlet en la forma de una alternativa todavía demasiado crédula. Pues no corresponde al hombre elegir entre el ser y el no ser. Una fuerza mental consubstancial a su historia, y que no acabará más que con su desaparición de la escena del universo, le impone asumir las dos evidencias contradictorias, cuyo choque pone su pensamiento en movimiento y engendra, para neutralizar su oposición, toda una serie ilimitada de distinciones binarias que, sin resolver jamás esa antinomia primera, no hacen, a escalas más reducidas, sino reproducirla y perpetuarla: realidad del ser que el hombre experimenta en lo más profundo de sí como la única capaz de dar razón y sentido a sus gestos cotidianos, a su vida moral y sentimental, a sus opciones políticas, a su compromiso en el mundo social y natural, a sus empresas prácticas y a sus conquistas científicas; pero al mismo tiempo, realidad del no ser cuya intuición acompaña indisolublemente a la otra puesto que corresponde al hombre vivir y luchar, pensar y creer, mantener sobre todo el valor, sin que jamás le abandone la certeza adversa de que él no estuvo presente en la tierra en tiempos pasados y no lo estará siempre, y que con su desaparición ineluctable de la superficie de un planeta también abocado a la muerte, será como si sus trabajos, sus penas, sus alegrías, sus esperanzas y sus obras nunca hubieran existido, al no haber ya ahí ninguna conciencia para preservar ni siquiera el recuerdo de esos movimientos efímeros salvo, por algunos rasgos rápidamente borrados de un mundo de rostro en adelante impasible, la constatación abrogada de que tuvieron lugar, es decir, nada.]
Quienes hayan seguido estas tres primeras conferencias habrán observado que, entre las tres mitologías que hemos visto hasta ahora, existe lo que podría ser llamado un «lazo genético». Sería necesaria una gran fineza discriminatoria y una competencia mayor que la mía para evaluar de manera contrastada y en profundidad el judaísmo de Marx, de Freud y de Lévi-Strauss. De manera notoria, Marx se volvió en contra de su propio pasado étnico-espiritual. Llegó a elaborar un texto virulento sobre la cuestión judía, identificando el judaísmo con los vicios del capitalismo y pidiendo, bastante literalmente, una solución final en términos de una asimilación completa. Lo extremado de este pronóstico sugiere, con seguridad, el profundo malestar personal de Marx respecto de su propia condición. Las actitudes de Freud fueron, como hemos visto con referencia a su tratamiento del tema de Moisés, complejas y, muy probablemente, estuvieron subconscientemente motivadas. Profundamente judío en su temperamento, judío en su forma de sentir y en su vida privada, se esforzó en dar al movimiento psicoanalítico una amplia base étnica, una respetabilidad en el mundo gentil. En el Prólogo a la edición hebrea de Tótem y tabú, en 1930, Freud se describe a sí mismo «como completamente alejado de la religión de mis padres». Pero continuaba: «Si me preguntaran: "¿Qué te queda de judío?", tendría que responder: "Mucho, y probablemente lo esencial". Palabras con las que parece referirse al ideal del trabajo intelectual y de seriedad moral. Que yo sepa, Lévi-Strauss no se pronunció sobre la cuestión; efectivamente, parece evitarla conscientemente. Su misma insistencia en el hecho de que el holocausto no es una situación especial, ni histórica ni metafísicamente, sino solamente una parte de la estructura -general de masacre y extinción, muestra un deseo de distanciarse de cualquier particularidad judía. Le he escuchado hablar con desprecio sobre aquellos que tratan de separar el holocausto de la Segunda Guerra Mundial del de la masacre continuada de otros pueblos, de las especies animales y las formas naturales, que en su gran mito de venganza es la culpa principal del hombre moderno. Amargamente dirá que, de entre todos los hombres, los judíos deberían ser los más conscientes y los que estuvieran más profundamente alerta de la universalidad del crimen que los rodea.
No obstante, hay aspectos judaicos específicos, efectivamente marcados, en cada uno de los tres casos. El mesianismo utópico marxista, su furia en pro de la justicia, su concepción del drama y la lógica de la historia, tienen fuertes raíces en las tradiciones proféticas y talmúdicas. La visión promisoria de Marx, que comparábamos con Isaías, del intercambio de amor por amor, de confianza por confianza, su promesa de que la historia es finalmente racional, de que tiene un propósito que no es otro que la liberación humana, tienen un precedente y un paralelo de profunda riqueza en cada aspecto del pensamiento judío. La intelectualidad implacable de Freud, el pesimismo y la severidad de su ética, su inquebrantable confianza en el poder de la palabra, también todo esto tiene que ver con aspectos claves de la sensibilidad judía. Sólo un hombre tan particular como él habría creído tan profundamente como creyó, incluso frente a la barbarie creciente, en la supremacía de la palabra humana sobre la ignorancia, la muerte y la destrucción. Era eminentemente, en el sentido rabínico, un intérprete de textos, un creador de parábolas. En Lévi-Strauss está el sentimiento obsesivo de la retribución, del fracaso del hombre a la hora de observar sus responsabilidades contractuales con la creación. Nunca tuvimos en los tiempos modernos una lectura más poderosa, más explícita, de la ruptura de la alianza del hombre con el misterio de la creación, y de su propio ser provisionalmente asumido en un mundo que debía guardar y conservar, en un jardín que debía cultivar y no destruir.
Pero pienso en un rasgo más general, más estructural. Tenemos aquí tres grandes mitologías concebidas para explicar la historia del hombre, la naturaleza del hombre, y nuestro futuro. La de Marx termina en una promesa de redención; la de Freud en una visión de regreso a casa con la muerte; la de Lévi-Strauss en un apocalipsis originado por el mal humano y la devastación provocada por los hombres. Las tres son mitologías racionales que pretenden tener un carácter científico, normativo. Las tres arrancan de la metáfora compartida del pecado original. ¿Puede ser completamente accidental que estas tres construcciones visionarias -dos de las cuales, el marxismo y las tesis de Freud, han hecho ya tanto para cambiar Occidente y, en realidad, la historia del mundo- deriven de un trasfondo judío? ¿No hay una lógica real en el hecho de que estos sustitutos de la moribunda teología y la explicación de la historia propias del cristianismo, estos intentos de reemplazar al cristianismo agonizante, hayan venido de aquéllos cuyo legado tanto había hecho el cristianismo por suplantar?
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